Educar debe de ser una cosa parecida a espabilar a los niños y frenar a los
adolescentes. Justo lo contrario de lo que hacemos: no es extraño ver niños de cuatro
años con cochecito y chupete hablando por el móvil, ni tampoco lo es ver
algunos de catorce sin hora de volver a casa. Lo hemos llamado sobreprotección,
pero es la desprotección más absoluta: el niño llega al insti sin haber ido a
comprar una triste barra de pan, justo cuando un amigo ya se ha pasado a la
coca. Sorprende que haya tanta literatura médica y psicopedagógica para
afrontar el embarazo, el parto y el primer año de vida, y que exista un vacío
que llega hasta los libros de socorro para padres de adolescentes, esos que
lucen títulos tan sugerentes como Mi hijo me pega o Mi hijo se droga. Los niños
de entre dos y doce años no tienen quien les escriba. Desde que abandonan el
pañal (¡ya era hora!) hasta que llegan las compresas (y que duren), desde que
los desenganchas del chupete hasta que te hueles que se han enganchado al
tabaco, los padres hacemos una cosa fantástica: descansamos. Reponemos fuerzas
del estrés de haberlos parido y enseñado a andar y nos desentendemos hasta que
toca irlos a buscar de madrugada a la disco. Ahora que al fin volvemos a poder
dormir, y hasta que el miedo al accidente de moto nos vuelva a desvelar,
hacemos una siesta educativa de diez o doce años.
Alguien se estremecerá pensando que este período es precisamente el momento
clave para educarlos. Tranquilo, que por algo los llevamos a la escuela. Y si
llegan inmaduros a primero de ESO que nadie sufra, allá los esperan los colegas
de bachillerato que nos los sobreespabilarán en un curso y medio, máximo dos.
Al modelo de padres que sobreprotege a los pequeños y abandona los adolescentes
nadie los podrá acusar de haber fracasado educando a sus hijos. No lo han
intentado siquiera. Los maestros hacen algo más que huelga o vacaciones, y la
educación es bastante más que un problema. Pido perdón tres veces: por colocar
en un título tres palabras tan cursis y pasadas de moda, por haberlo hecho para
hablar de los maestros, y, sobre todo sobre todo, porque mi idea es -lo siento
mucho- hablar bien de ellos. Sé que mi doble condición de padre y periodista,
tan radical que sus siglas son PP, me invita a criticarlos por hacer demasiadas
vacaciones (como padre) y me sugiere que hable de temas importantes, como la
ley de educación (es lo mínimo que se le pide a un periodista esta semana). Pero
estoy harto de que la palabra más utilizada junto a escuela sea ‘fracaso’ y
delante de educación acostumbre a aparecer siempre el concepto ‘problema’, y
que ‘maestro’ suela compartir titular con ‘huelga’.
La escuela hace algo más que fracasar, los maestros hacen algo más que hacer
huelga (y vacaciones) y la educación es bastante más que un problema. De hecho
es la única solución, pero esto nos lo tenemos muy callado, por si acaso. Mi
proceso, íntimo y personal, ha sido el siguiente: empecé siendo padre, a partir
de mis hijos aprendí a querer el hecho educativo, el trabajo de criarlos, de
encarrilarlos, y, mira por donde, ahora aprecio a los maestros, mis cómplices.
¿Cómo no he de querer a una gente que se dedica a educar a mis hijos? Por esto
me duele que se hable mal por sistema de mis queridos maestros, que no son
todos los que cobran por hacerlo, claro está, sino los que son, los que suman a
la profesión las tres palabras del título, los que mientras muchos padres se
los imaginan en una playa de Hawái están encerrados en alguna escuela de
verano, haciendo formación, buscando herramientas nuevas, métodos más
adecuados. Os deseo que aprovechéis estos días para rearmaros moralmente.
Porque hace falta mucha moral para ser maestro. Moral en el sentido de los valores
y moral para afrontar el día a día sin sentir el aprecio y la confianza
imprescindibles. Ni los de la sociedad en general, ni los de los padres que os
transferimos las criaturas pero no la autoridad. ¿Os imagináis un país que
dejara su material más sensible, las criaturas, en sus años más importantes, de
los cero a los dieciséis, y con la misión más decisiva, formarlos, en manos de
unas personas en quienes no confía? Las leyes pasan, y las pizarras dejan de
ensuciarnos los dedos de tiza para convertirse en digitales. Pero la fuerza y
la influencia de un buen maestro siempre marcará la diferencia: el que es capaz
de colgar la mochila de un desaliento justificado junto a las mochilas de los
alumnos y, ya liberado de peso, asume de buen humor que no será recordado por
lo que le toca enseñar, sino por lo que aprenderán de él.
Carles Capdevila / Periodista.